21 marzo 2007

El indomable Sacristán

Caraculo era un niño tan feliz y normal como cualquiera a su edad en los tiempos que corrían. Sin embargo, al final de un verano, con la siega acabada y siguiendo los consejos de un tío abuelo de la familia, sus padres decidieron que era hora de llevarlo al colegio. Los pobres pensaron que así aspiraría a una vida mejor que la que le ofrecía la tierra.

El jaleo de la clase se apagó tan pronto entró en la clase. Todos los crios lo miraron asombrados en el día de presentaciones de la clase de Doña Petra. Los que podían articular palabra lo hacían cuchicheando por lo vagini, pero la mayoría simplemente no podían salir de su asombro. Delante de ellos tenían a buen seguro, el niño más feo que habían visto en toda sus vidas.

La única escuela de Torre Frita sólo tenía dos cursos y una profesora. Los estudiantes se repartían entre los que sabían hacer una “o” con un canuto y sumar, y los que más bien no. Así que el pobre Caraculo cayó en el curso de los más benjamines y los más cazurros de Torre Frita. Doña Petra, que siempre sabía como lidiar a aquellas bestias, puso en un santiamén a toda la clase a pintar la verbena de Agosto (que aún era tema de conversación).

Sus padres estuvieron con sus faenas de cada día, pero imaginado en silencio el futuro de su hijo. La señora Milagros se lo veía ya como periodista, boticario o hasta alcalde, recogiéndola un domingo para llevarlo al altar con la hija de los Carpacho. El bueno de Jeremías, que siempre fue más prudente que su parienta, se sonreía haciéndose a su hijito con sombrero de ala vendiendo caballos de feria en feria, conociendo mundo y ahorrando un buen dinero.

Cuando Caraculo asomó por la loma de vuelta al cortijo, la Milagros le pegó un silbido al Jeremías y salieron más bien apresurados al encuentro de lo que ya era una promesa de futuro y bienestar para todos. El padre se paró a la mitad, pero ella lo abrazó como si volviera de la guerra. Lo meneaba, le preguntaba mil cosas a la vez, lo revisaba buscando ya cambios en su cuerpo (aunque lo habia dejado al amanecer en la puerta de la iglesia). Pero el zagal no soltaba prenda.

Cabizbajo y asintiendo para que lo dejaran en paz, se fue al corral a ver si encontraba algo de leche. Cogió un taco de madera para sentarse en el suelo, ató a la Candela a una viga y puso el caldero de hojalata debajo para ordeñarla. Ni eran los Carpacho para estar dándose caprichosos de ese tipo fuera de las comidas, ni eran formas de tratar a sus padres, pero Jeremías consoló a su mujer con explicaciones sobre lo duro que es el pueblo, que ya sabía que la gente era más bien estirada y rara, que seguramente ya habría tenido algún contacto con alguna otra estudiante, que igual estaba tocado con cosas del amor. Que le diera cuartelillo y que a la noche hablarían con él.

(...)

3 comentarios:

nancicomansi dijo...

JA, JA, JA...que rural...me has salido más de campo que las amapolas..Superpicnic, me transtornas, me imaginaba un relato super-urbanita, como te imagino a tí...pero tiene mucha gracia, a la vez que mala-baba..a por el otro relato voy mañana, que me caigo de sueño (oyes, veinte días con el mismo post y ahora venga prisas...no me das tregua...)
Me gusta mucho lo de "zagal", y hasta la gente del pueblo parecen sacados del anuncio ese de la "fabada"...me gusta pero viniendo de tu parte, como que no te pegan esos "aires"...me tienes intrigadísima...

superpicnic dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
superpicnic dijo...

jur jur pero si es que es verdad que soy mas del campo que el tocino. parezco sofisticado y exquisito? que ilusión, igual entonces puedo dejar de ir al gimnasio tanto...

si ya te digo que estoy inspirado ultimamente, y no posteo todo lo que escribo, me gusta trabajarlos un poqutio mas (casi siempre)

marzo 23, 2007 6:21 PM